sábado, 3 de marzo de 2007

La literatura tiene algo de lotería


"En esa interminable sucesión de chismes, chascarrillos, cursiladas y alguna genialidad que es el Borges que aparece en los diarios de Adolfo Bioy Casares, el gran hombre le dice cierto 9 de julio a su paciente cronista: una cosa le falta a ese libro (Seis problemas para don Isidro Parodi) para que pueda ser considerado muy bueno: le falta el éxito. Yo no sé si sin éxito una obra puede ser muy buena", cuenta el escritor español Fernando Savater, en esta nota publicada en el diario porteño Clarín. La nota la recibí a través de un servicio de recortes de la escuela de periodismo TEA, que no precisa su fecha de publicación.

En esa interminable sucesión de chismes, chascarrillos, cursiladas y alguna genialidad

que es el Borges que aparece en los diarios de Adolfo Bioy Casares, el gran hombre le dice cierto 9 de julio a su paciente cronista: "Una cosa le falta a ese libro (Seis problemas para don Isidro Parodi) para que pueda ser considerado muy bueno: le falta el éxito. Yo no sé si

sin éxito una obra puede ser muy buena". El comentario bien podía ser irónico o paródico, como don Isidro, porque con Borges nunca se sabe. Pero no deja de plantear una cuestión interesante. En efecto, el más inequívoco criterio que todos aplicamos para determinar que una obra literaria es realmente buena, grandiosa, clásica es el éxito. La Odisea, la Divina Comedia, los Ensayos de Montaigne, Hamlet, el Quijote, Crimen y castigo o Cien años de

soledad son indiscutiblemente logros literarios excelentes porque han tenido un éxito innegable a través de las generaciones. Da igual que a cada uno de nosotros esas obras nos parezcan apasionantes o insoportablemente aburridas: ya están más allá de nuestro alcance crítico. Tolstoi se empeñó en demostrar que Rey Lear era un melodrama malísimo, pero nadie le hizo demasiado caso: ¡cosas de Tolstoi! Tenía razón Chesterton cuando definía a un autor clásico como "un rey del que se puede desertar, pero al que ya no se puede destronar". Es el peso del éxito. No griten más, ya oigo sus protestas: ¡Shakespeare o Cervantes tuvieron —y tienen— éxito porque son parangones de excelencia, no se les tiene por excelentes a causa de su éxito! ¡Usted invierte los factores para adulterar el producto! De acuerdo, admito que sea así en una serie de casos pero, ¿podemos asegurarlo de todos? ¿No puede en ocasiones resultar la grandeza algo como el eco del éxito (los críticos y

"entendidos" apoyándose unos a otros a través de los años), hasta el punto de que ya nadie se atreva a gritar que el rey va desnudo, o sea, escuchado en caso de gritar contra corriente? ¿Es absolutamente descartable la posibilidad de que existan novelas, poemas o dramas superiores a los más celebrados pero que parecen inferiores precisamente por no haber sido tan celebrados? ¿Cómo medir objetivamente el mérito de una obra literaria salvo por su capacidad comprobada de convencer duraderamente a la mayoría de los lectores o a los creadores de opinión literaria? Y esa mayoría, populista o selecta, ¿puede equivocarse alguna vez? Quizá la ironía borgeana antes mencionada apuntaba también en esta dirección llena de dudas… Y así llegamos al enigma de los best sellers cuya aborrecida abundancia hace gemir las estanterías de las librerías de aeropuerto. No me refiero a los falsos best-sellers, es decir a la caterva que imita a los auténticos y trata de agotar el filón descubierto por ellos. A priori, nadie hubiera dicho que una extensa novela escrita por un erudito semiólogo, ambientada en las herejías del siglo XIII y con abundantes párrafos en latín

pudiera seducir a las multitudes: después del triunfo de El nombre de la rosa, los detectives medievales y por extensión romanos, griegos, egipcios y asirios nos han atribulado sin cesar en busca del mimético tesoro. ¡Y qué decir de los dragones, brujos y elfos que corretean hasta la náusea tras la estela victoriosa de El señor de los anillos! No, rechacemos las imitaciones. ¿Qué hay de los verdaderos best sellers, los que inauguran con su éxito estas series? ¿Son buenos o malos, excelentes o detestables? Muchos logran el sufragio multitudinario de los lectores de manera imprevista, la operación de marketing es posterior. ¿Qué pensar de ellos? Si nos parecen mediocres, ¿vale más nuestro juicio personal que el de millones de entusiastas? A mí, El código Da Vinci me parece deleznable. Pero, ¿y si un viajero del tiempo me dijese que dentro de doscientos años seguirá siendo considerado una obra maestra, como hoy creen tantos? ¿Me quedará otro remedio que acatarlo? Stendhal

dijo que la literatura tiene algo de lotería: hay billetes premiados y otros no. ¿Entonces? No sé, por si las moscas yo vuelvo a Dickens. Y me consuelo pensando que lo importante es que no decaiga nunca, justificado o gratuito, el placer misterioso de leer.


(fin)

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